La devoción al Sagrado Corazón no nació de un libro de oraciones, sino del Evangelio. En el momento en que el soldado atravesó el costado de Jesús, brotaron sangre y agua (Jn 19,34). Los primeros cristianos vieron en ese gesto el nacimiento de la Iglesia, el fluir del Espíritu Santo y el inicio de una nueva vida para toda la humanidad. Desde entonces, el Corazón de Cristo se entiende como fuente de vida, de amor y de misericordia que nunca deja de latir por el mundo.
Del costado traspasado a la fuente del Espíritu
Los Padres de la Iglesia, especialmente los de Asia Menor, enseñaban que de esa herida abierta brotan los sacramentos, la Palabra y la gracia que sostienen la fe. Desde el costado abierto del Salvador, Dios derrama su amor sobre la humanidad e invita a todos a beber de su fuente eterna.
La encíclica Dilexit Nos del Papa Francisco retoma esta enseñanza y recuerda: “Su costado herido, que interpretamos como su corazón, está lleno del Espíritu Santo y desde él llega a nosotros como ríos de agua viva.” Ese costado traspasado es el signo visible de un amor que no se agota, sino que se comunica.
Los primeros siglos: beber del costado de Cristo
Para san Agustín, el pecho de Jesús no era solo símbolo de amor, sino lugar de encuentro. Al recostarse Juan sobre el pecho del Maestro, no buscaba descanso físico, sino sabiduría. El corazón de Cristo es el santuario donde se aprende el verdadero conocimiento: el del amor.
Más tarde, san Bernardo de Claraval y otros santos medievales vieron en las llagas de Cristo las puertas abiertas de la misericordia divina. A través de ellas, el alma puede entrar en el misterio de Dios y descubrir que el amor verdadero se deja ver y tocar en las heridas del Crucificado. Bernardo escribía: “Por estas aberturas puedo yo sacar miel de la piedra y óleo suave del peñasco durísimo.” Su lenguaje poético traduce una experiencia mística: entrar en el corazón de Cristo es entrar en la ternura infinita de Dios.
La Edad Media: cuando el símbolo se vuelve intimidad
La espiritualidad monástica profundizó este misterio. Santa Gertrudis, Santa Matilde y Juliana de Norwich narraron visiones en las que apoyaban su cabeza sobre el Corazón de Cristo y escuchaban sus latidos. En esas experiencias comprendieron que en ese Corazón late la vida misma de la Iglesia, y que cada alma puede encontrar allí paz y renovación interior.
En una de las citas más bellas recogidas por el Papa, Santa Gertrudis escribe que escuchó los latidos del Corazón de Cristo y comprendió que “la dulzura de esos latidos se reservó para los tiempos modernos, para renovar el mundo envejecido y tibio en el amor de Dios.” El costado traspasado ya no se contemplaba solo como dolor, sino como refugio amoroso: el lugar donde el amor de Dios acoge, consuela y transforma.
El siglo XVII: el amor que quiso manifestarse
Con el paso del tiempo, la devoción se extendió más allá de los monasterios. San Juan Eudes promovió la primera fiesta del Sagrado Corazón en 1670, y pocos años después, Santa Margarita María Alacoque recibió en Paray-le-Monial las revelaciones que darían forma definitiva a esta devoción.
En una de ellas, Jesús le dijo: “Mi divino Corazón está tan apasionado de amor por los hombres, y por ti en particular, que no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas por tu medio.”
Aquellas palabras encendieron una verdadera revolución espiritual. El Corazón de Cristo se presentó como una escuela de amor divino, una invitación a la confianza y a la conversión del corazón. No se trataba de un culto de temor, sino de una respuesta amorosa a un Dios que busca ser amado.
Los santos del amor confiado
San Francisco de Sales ofreció un lenguaje nuevo y accesible: el Corazón de Jesús es el lugar donde cada persona puede sentirse amada personalmente por Dios. Frente a la religiosidad rígida o moralista de su tiempo, propuso un camino de confianza. “Este corazón muy amable de nuestro Maestro ardiendo del amor que nos profesa… es asunto de grandísimo consuelo saber que nos lleva siempre en su corazón”, escribió.
San Claudio de la Colombière, compañero y confesor de Santa Margarita María, profundizó esta enseñanza. La devoción auténtica no consiste en multiplicar sacrificios, sino en abandonarse con confianza en Dios. Quien se deja amar por Cristo encuentra paz, fortaleza y libertad interior.
En siglos posteriores, santos como San Vicente de Paúl, Santa Teresa del Niño Jesús y San Carlos de Foucauld llevaron este amor al terreno de la vida concreta. En ellos, la devoción al Corazón de Jesús se hizo caridad viva, misericordia práctica y alegría sencilla. Teresa resumió este camino con palabras luminosas: “La confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al amor.”
El Corazón que sigue latiendo
Muchos piensan que la devoción al Sagrado Corazón pertenece al pasado. Sin embargo, su mensaje es más actual que nunca. En un mundo herido por la indiferencia, la prisa y el egoísmo, Jesús sigue mostrándonos su Corazón abierto, recordándonos que el amor verdadero no se impone, se entrega.
El Papa Francisco recuerda en Dilexit Nos: “A veces tenemos la tentación de considerar este misterio de amor como un admirable hecho del pasado”, pero insiste en que “este Corazón divino, que fue atravesado por una lanza para derramar los sacramentos con los que se formó la Iglesia, de ningún modo ha dejado de amar.”
Este Corazón que nunca se cansa de amar nos enseña tres caminos esenciales:
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Volver a la fuente: beber del Espíritu que brota de Cristo.
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Habitar en el amor: confiar incluso en la fragilidad.
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Vivir en misión: convertir la fe en obras de misericordia.
Una invitación personal
Cada creyente está llamado a hacer de su vida una respuesta a ese amor. Basta detenerse un momento ante el Crucificado y decir desde el alma: “Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo.”
Esa sencilla oración resume toda la historia del cristianismo: un Dios que no se cansa de amar, que abre su Corazón para darnos vida, y que todavía hoy sigue invitando a cada persona a descansar en Él.
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