Esta pregunta ha acompañado al hombre desde siempre. El sufrimiento, la injusticia y la violencia nos interpelan, pero la fe cristiana nos ofrece una respuesta luminosa: comprender el mal requiere primero reconocer la bondad infinita de Dios y la bondad de todo lo que Él ha creado.
Dios es bueno, y todo lo que Él crea es bueno
La Escritura lo afirma con claridad: “Porque Yahvé es bueno, su amor es para siempre” (Sal 100,5 BJ). En el Génesis leemos que, después de cada acto creador, “vio Dios que era bueno” (Gn 1,10 BJ). Esta es una verdad esencial de la fe: el mundo es bueno, la creación es buena, y el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, refleja esa bondad de manera especial.
El Catecismo de la Iglesia Católica lo recuerda: “Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas” (CEC 385). Y san Juan lo confirma con palabras breves y luminosas: “Dios es luz, y en él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1,5 BJ).
Entonces, ¿de dónde surge el mal?
El mal no proviene de Dios. La Biblia dice: “Te pongo delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la vida, para que vivas” (Dt 30,19 BJ). Dios nos hizo libres, y esa libertad conlleva la posibilidad de elegir el bien o el mal.
El Catecismo explica que Dios, en su sabiduría, creó un mundo “en estado de vía” hacia su perfección última (CEC 310). Ángeles y hombres, dotados de libertad, podían desviarse y así lo hicieron. “Dios no es en modo alguno, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral. Lo permite, respetando la libertad de su criatura, y misteriosamente sabe sacar de él el bien” (CEC 311).
San Agustín lo resumió con fuerza: “Dios todopoderoso no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal”.
El Catecismo habla incluso del “misterio de la iniquidad” (cf. 2 Tes 2,7; CEC 385), recordándonos que el origen y la existencia del mal no pueden entenderse solo con la razón, sino a la luz de la fe.
El mayor ejemplo está en la cruz: de la muerte del Hijo de Dios, causada por el pecado de la humanidad, Dios sacó la salvación para todos los hombres. Como dice san Pablo: “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28 BJ).
De este modo, aunque el mal exista y duela, el cristiano tiene la certeza de que Dios nunca deja de obrar para nuestra salvación.
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No resignación, sino acción
El cristiano no está llamado a resignarse pasivamente frente al mal. Jesús nos invita a ser sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,13-14 BJ). La fe nos impulsa a discernir, luchar y vivir como testigos de esperanza.
Discernir lo bueno de lo malo
San Pablo exhorta: “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Tes 5,21 BJ). El mal puede presentarse como si fuera bueno: “¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal!” (Is 5,20 BJ). Por eso necesitamos formarnos en la Palabra y pedir la luz del Espíritu Santo para no caer en engaños.
La Escritura nos da criterios concretos: “Las obras de la carne son evidentes: fornicación, impureza, libertinaje… odio, discordia, celos, iras, ambiciones…”; pero “el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gál 5,19.22-23 BJ).
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Enfrentar el mal con las armas de la fe
San Pablo nos advierte: “Revestíos de la armadura de Dios para poder resistir a las insidias del diablo” (Ef 6,11 BJ). La oración, la verdad, la justicia y la Palabra de Dios son las armas del cristiano para la batalla espiritual (cf. Ef 6,10-19 BJ). -
Ser luz y esperanza
El mal no tiene la última palabra. “En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28 BJ). El Catecismo lo confirma: “Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal” (CEC 312).
Por eso, incluso en medio de la oscuridad, el cristiano está llamado a irradiar esperanza. Como decía san Juan Bosco: “No hay jóvenes malos. Solo hay jóvenes que no saben, que pueden ser buenos… y alguien tiene que decírselo”.
La experiencia de los santos lo atestigua.
Santa Catalina de Siena decía: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre”. Santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, escribió a su hija: “Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor”.
Juliana de Norwich, en medio de sus visiones místicas, recibió esta certeza de parte de Dios: “Al final, todo estará bien, y todas las cosas estarán bien”.
Estos testimonios nos recuerdan que, incluso en las pruebas más duras, la fe nos da la confianza de que Dios conduce todo hacia un bien mayor.
Conclusión: el bien siempre triunfa
El mal existe porque Dios nos creó libres, y en esa libertad el hombre puede desviarse. Pero el mal no tiene la última palabra. El Catecismo lo enseña con certeza: “La fe nos da la seguridad de que Dios no permitiría el mal si no hiciera surgir de él un bien todavía mayor” (CEC 324).
La misión del cristiano es clara: discernir, luchar con las armas de la fe y ser luz en medio de la oscuridad. Porque aunque el mal exista, el amor de Dios prevalece siempre.
Como proclama san Juan: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5 BJ). Esa es nuestra certeza: el bien ha triunfado en Cristo y siempre triunfará.
Por eso, frente al mal que vemos en el mundo o en nuestra propia vida, no nos desanimemos: confiemos en el amor de Dios, que transforma toda oscuridad en luz, y caminemos firmes en la esperanza de Cristo Resucitado.
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Mi oración contigo.
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